Literatura| «Mundial 90»

De aquella tarde sólo registro dos recuerdos: uno es el estar en la casa de mis abuelos y escuchar la voz, creo de mi padre, decir “salgamos igual”.  La segunda imagen que reserva mi mente me transporta minutos después, dentro de un auto, en medio de una caravana por la avenida Blandengues, bocinas de fondo y la presencia de otro auto a contramano de la multitud.  Otra vez la misma voz, esta vez gritándole al conductor: “¿Qué sos alemán ahora?”.

Acaso apenas dos instantáneas atesora mi cerebro de aquel 8 de Julio de 1990. Dos escasas, fugaces y difusas imágenes que se mezclan inexorablemente con otras de cientos, mucho más claras, precisas, en colores y correctamente definidas gracias a Santiago. Fue él quien permitió que, a la distancia, aquella copa del Mundo no sea apenas una sucesión de dos hechos aleatorios en mi cabeza. Sucede que Santiago era dueño (seguramente aun lo siga siendo) en soporte VHS de la historia de los mundiales, que para entonces sólo llegaba a 1998 aproximadamente.

¿Y qué tiene que ver que una persona coleccione la historia de los Mundiales del Grafico con la posibilidad de que la  mente, de otra persona, sustituya, o amalgame en este caso, una serie de imágenes con otras para convertir todo en un mismo recuerdo? Puede preguntarse a esta altura un lector desprevenido. Lo que me lleva a reconocer que encare mal lo escrito, y debo entonces rearmar el inicio del relato y confesar que ésta historia no nace ese 8 de Julio, sino varios años después.

Mi presente aún era Indart y ser un ciudadano porteño ni siquiera aún estaba en mis planes. Los noventas ya estaban arrancados y,  como conté alguna vez, en cierto lapso de mi adolescencia era imprescindible la juntada en el cuarto de atrás de su casa, en el fondo del garaje, en donde la madre daba Ingles particular. Aquel rincón era el sitio perfecto para dar lugar a interminables partidos de truco.  A veces “gallo” cuando se sumaba Evangelina, o de a cuatro cuando los rivales eran Jimena y Lucia.  La sala era blanca, con una pizarra de esas que se pueden escribir con fibrones y helada, sobre todo en los, ya de por sí, helados inviernos locales.

Pero no se trata de esos momentos este relato, sino de lo que sucedía aquellas  veces que el destino no nos encontraba apostando 10 centavos por cabeza, que mayormente quedaban en nuestro poder, para luego canjearlos por turrones en el kiosco de Olga. El relato debe ubicarnos dentro de la casa propiamente de Santiago. Mas exactamente, en la sala, frente al televisor, dispuesto a ver un casete mundialista. Escogiendo de manera autómata por enésima y tanta vez el que decía “Italia 1990”.  No tengo en la mente cuantas veces vimos ese video.  Tampoco puedo ensayar una justificación racional de por qué seleccionábamos ese mundial precisamente.  O si, y entonces lo que no encuentro son las palabras para poder darle una definición al sentimiento que generaba (genera) en nuestro cuerpo ese momento de 1990.  No sé si tiene su génesis en la música, la derrota contra Camerún, el triunfo sufrido ante Brasil o la final.

Entiendo que si esto mismo que escribo ahora, lo tuviera que narrar a un extraterrestre recién llegado a nuestro planeta, puedo interpretar, con lógica, que el visitante interplanetario llegaría a la conclusión de tildarnos de masoquistas.  ¿Cómo puede ser que optáramos ver una saga de partidos donde el definitorio implicaba una derrota? Máxime si tenemos en cuenta que somos argentinos y teníamos la chance de escoger otros instantes deportivos donde el resultado era diferente. Supongo que podría decirle, yo al marciano, que en esa época no teníamos el concepto de triunfalismo, pero sería mentir, porque sí que lo teníamos, tal como podía observarse en cada cargada que nos convidábamos luego de algún Boca-River.  Insisto en que no sé qué pasa con ese mundial precisamente.

Encierra una mística, tal vez desde la música, como dije antes, al punto de afirmar que no existe otro himno mejor que el de aquel “verano italiano”. O eventualmente el ver a Diego con el tobillo inflamado, o posiblemente por cómo se fue dando, de menor a mayor, una especie de milagro que sólo el futbol puede regalar. Qué se yo.

A juzgar por la verdad en algún punto que desconozco, la inercia se desata en el cuerpo y desencadenan otra vez las sensaciones a flor de piel en cada partido, en cada imagen, en cada segundo de aquel campeonato histórico. Haciéndolo ganarse el mote del mejor Mundial de todos y convertirlo en el preferido para mirar tantas veces sea posible.

Porque todo era perfecto. El hecho histórico en sí y el hecho particular de encontrarnos mirando esa pantalla.  Porque el universo tiene todo preparado para cuando desata su magia.  El hado guardaba incluso en la cinta propia un halo de misterio, un elixir particular que se plasmaba en el segundo exacto en que Donaroni acomodaba la bola en el punto del penal.  Era allí cuando, de manera fortuita, el relator se pregunta en voz alta “¿Para cuándo Sergio?” y entonces, como sacado de algún cuento surrealista, la cámara se posaba en un primer plano esporádico en la cara concentrada de Goycochea, que movía su testa en un claro “Si”, en una respuesta a distancia al pedido del relator, en una afirmación que vaticinaba lo que sucedería con una precisión digna de reloj suizo.  Un gesto sublime que detenía instantáneamente el tiempo, para que nuestras miradas cómplices, conocedores de ese desenlace hermoso, se cruzaran y descubriéramos en el otro la sensación de sabernos una especie Dios, conocedores del cierre de esa jugada. Se producía de manera súbita un incremento en las pulsaciones de nuestros corazones, mezcla del  morbo que implicaba entender ese “Si” de Goyco, como un mensaje del más allá.  La respiración contenida de ambos para el desahogo al ver sus manos rebotando la pelota y rebobinar, una y otra vez, ese segmento para luego, extasiados de tan maravillosa causalidad, dejar que el video corra sin interrupciones.

Lo cierto es que fuera por el motivo que fuera, desde esas tardes indarteneses, el de Italia, fue el Mundial que no vi con todos mis recuerdos, pero lo puedo relatar de memoria si alguien preguntara.  El Mundial que aún me llena de emoción al recordarlo.  El único en el que no puedo contener el nudo en la garganta que culmina con el inevitable viaje de una lagrima por mi mejilla. Aunque todavía persevero en la dificultad de atinar términos que permitan poder exorcizar el porqué.  Desconozco cuál es la energía que afecta invisiblemente las células de mi cerebro, ocasionando una revolución interna de sensaciones que no encuentran analogías en las palabras.  Quizás es una mezcla de todo, incluso de esa nostalgia argentina que nos hace perseguir (como en el Tango) lo que no tenemos o lo que nos hace sufrir, no lo sé sinceramente.

Pero en estos días, donde en varios lugares están pasando reiteraciones de aquellos partidos, en homenaje a los 30 años, me abordaron todos estos recuerdos de golpe a la mente  y el llanto esquivo se apoderó de mi alma.  Emergieron esas ganas de que Andreas Brehme por una vez en la vida marre el penal maldito. Que Caniggia no la toque con la mano y esa amarilla no salga nunca del bolsillo de Codesal.  De que la imagen de Diego llorando, abatido, no aparezca, inevitable al final de todo especial.  Que las manos de Matthäus no hayan sentido nunca en su historia la sensación de abrazar el trofeo. Y al mismo tiempo me nace el preguntarme si esto, me refiero a la emoción, los nervios, el orgullo que siento por esa Selección, por ese Mundial de 1990, no fuera todo desencadenado justamente por el fatídico resultado final.

Me interrogo si quizás no fuera que la historia debió ser, infaliblemente, de la misma forma para que hoy la lágrima corra con el sentimiento que corre por mi cara.  Porque, quién sabe, si Sensini jamás se tiraba a barrer dentro del área a Völler hoy mi piel no se erizaría de la misma forma cuando escucho los primeros acordes del himno oficial de esa Copa del Mundo.  Intuyo que si Goyco hubiera atajado uno solo penal más de los que atajó en aquel campeonato, hoy la realidad fuera diferente y entonces mi mente apenas recordaría solamente dos escasas, fugaces y difusas imágenes.

Tal vez todo debió ocurrir de la forma exacta en la que sucedió, y cualquier alteración del destino implicaría hoy, tres decenas de años después, un resultado final diferente, que desembocaría en la triste realidad de no estar sentado frente a la hoja en blanco, recordando cada segundo, intentando ponerle palabras a lo que corre por mis venas.

Puede que de no haber sucedido como sucedió todo, hoy no existiría la necesidad de que mi mente evoque esas tardes junto a Santiago, para darle forma a este relato. Dejándolo sin sentido, sin la posibilidad de ver la luz. Sin sentir lo que sigo sintiendo de manera eterna por esos hechos mágicos, soñados, milagrosos que se forjaron y para siempre un 8 de Julio de 1990.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *